Sobre el preciso instante
en que el hombre de negocios
calló ante el principito.
Yo también tuve que callar,
yo también, hombre de negocios
que quiero poseer y no poseo,
que digo que poseo sin poseer,
que me apropio de aquello
que no tiene dueño y me pregunto:
¿Por qué todo lo que no tiene dueño
tiene que tenerlo?
Las estrellas no tienen dueño
pero cualquiera que las contemple
puede arrogarse esa propiedad
porque la luz que llega a sus pupilas
tras eones de historia un milagro
produce: la visión de este mundo,
de una Naturaleza madre y señora.
Yo, como el hombre de negocios,
me dedico a contar estrellas,
las asiento en una contabilidad imposible,
les pongo el sello oficial ante registradores
y leyes, y las envisto con el yugo constante
de una pertenencia que no pertenece a nadie.
No es digno de poseerse aquello que no se cuida,
aquello que no recibe el calor de un tacto,
de una caricia cercana y hogareña, de una sonrisa
a tiempo y de un no pasa nada, todo es para bien...
No puedo poseer nada que solo sea fruto
de una sentencia, del brillo engañoso de un papel
que timbrado recibe la sanción oficial y relumbrante
de una ley, de un Estado que detrás respalda,
de un certificado que solo certifica la ausencia.
No, no poseo nada, solo aquello que circula
dentro de mis fronteras y no es tentado al escape.
Todo lo demás es materia del Universo, no es mío,
todo es polvo de estrellas, mas polvo enamorado...