Vladimír Holan no tenía Dios,
pero creía en los milagros del encierro,
donde no compran no venden lengua
y la razón es una piedra resistente
al traspiés de las sombras.
En 1948 le prohibieron.
Los comunistas vetaron su verso
y se encerró por Kampa,
en La gruta de las palabras
de las islas del río Moldava,
donde cada amanecer las brumas
abanican delirios.
En la casa de Praga
echó cortinas y dormía de día,
vivía de noche.
De muro a muro el poema rebotaba
como pelota de palabras
mal acentuadas,
junto a cacofonías del eco
que abruma si calla,
cuando calla
y el vacío se instala.
Acariciando el muro escribió
cinco novelas que luego destruyó,
diez libros de poemas de poca suerte,
y tradujo a Baudelaire, Rilke, a Góngora.
Para Holan el reloj era escurridizo,
arena ahumada en el paladar,
rendija hiriente en el ojillo.
Como un Mozart alcohólico
prefería al fantasma de su madre
que le visitaba con el canto del gallo,
-jazmín y taza humeante de té,
espantando trompetas
de la afamada coreografía mundana.
Nunca acudió a recoger premios,
recorrió todas las distancias de la vida
cuando tenía seis años
y caminaba cuatro kilómetros
– día a día aprendiendo
el nombre de las plantas-
para estudiar latín
en el convento cercano a Podolí.
En 1980, cuando salió de casa
con 75 años para morir en el hospital,
arrastraba paredes descorchadas.
En el lugar de la puerta,
Holan había abierto a cabezazos
un hueco inmenso. Su cuerpo
sobrevolaba el horizonte
Junto a un pájaro,
en simple atuendo,
graznaba, libre.
2009