Despierto y estoy mareada, abrumada de la cotidianidad,
es mi grito, el grito de alguien que ha gritado siglos y siglos
y que muchos siglos antes que yo, ha mirado y mira
con un mirar cansado, qué sostiene la mirada en esa fiebre
tan alta, que permanece atado a la mañana, a los cuentos,
sí a los terribles cuentos, tremendamente favoritos del destino
esos que defienden mientras descienden los escalones del infierno,
mis recuerdos, y aun después de tanto y tanto aun lo intento y froto
mis ojos atontados sin encontrar el centro ya no del universo,
sino el propio, y apoyado en la puerta de la realidad me retiembla
el corazón, mientras el mediodía se va olvidando como una charla
de parecer equivocado, como el camino hacia el ser del hombre
que secó sus sesos y ahora solo tiene comezón en la cabeza,
como aquel que camina titubeante por el lomo del día
para mañana volver a errar contemplando su pequeña riqueza…
Y de momentos me olvido de los arcos del triunfo, de los sueños,
símbolos, de incoherentes ilusiones que como parte del equipaje miserable
de un trapecista cabrón que como mono baila al son que se le toca,
mientras se le amarra con cadenas de esto y de lo otro,
vuelve a tenderse sobre su costado y, apenas suena la chicharra
salta como un tigre cruel y despiadado que se tira de cabeza hacia la presa…
mientras se jura, se dice y se repite así mismo: no dejaré de escuchar la lluvia
bonanza que repiquetea en cada gota la vida, por muy magra que sean las penas,
pero siempre el eterno pero que como ciclo se repite, vuelve a la conciencia,
vuelve a la abrumadora realidad y al circo del que es la estrella
y sin embargo, sueño, aunque descubra y redescubra al cabo de los siglos
que está ciega batalla en que abandono al cuerpo, a los minutos del alba
donde las ideas, las imágenes sobre pasan absurdamente el equilibrio
de todas las cosas hasta llegar a la hora incierta al punto exacto
infalible y perenne de la confusión y de la muerte.