Alberto Escobar

Rilke

 

Rilke sentía que un hogar compartido
es la tumba del artista.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sentía, intuía, ser pastor de almas, 
caballero medieval bajo un mundo
tecnificado, un pulpo en un garaje.
Necesitaba espacio para pensar,
silencio para conectarse, soledad,
pero no una soledad de esas
que destruyen el espíritu.
Deseaba vivir de esto, achicar
de su fuente todas las palabras
que se le iban desbordando
con el sedimento acumulativo
y constante de sus lecturas,
de sus estudios que como Juno
miraban al pasado — recordemos
que Juno es un dios de frontera,
con una cara hacia atrás y otra 
hacia delante. En Rilke, esa cara
postrera carecía de ojos para ver. 
En sus \"Cartas a un joven poeta\"
anima a su interlocutor a que mire
hacia dentro, y ahí encuentre el maná
que busca, ese Dios con mayúsculas
que es el único que existe y del que
las representaciones religiosas son solo
eso: meras y falsas representaciones. 
Consumó su instinto de conservación,
su instinto genésico con una Clara que 
fue por instantes colmada pero a la postre
relegada al plano de una realidad que para
él ocupaba un segundo plano —afortunada
mente ella era escultora y así comprensiva
del genio del artista y de las servidumbres
del arte. 
Entendió que todo hombre nace rodeado
del género humano y con ello en un ámbito
social donde las convenciones imponen
normas contraproducentes al arte.
Quiso vivir de esto, pero la circunstancia
orteguiana le fue a la par esquiva y valedora,
le fue yin y yang—mujer y hombre al tiempo
y con ello contradictoria y sórdida.
Quiso que las palabras sustento y arte
fueran sinónimas, y en ese empeño hizo
ojos ciegos al diccionario, no quiso admitir
que la lexicografía no alinea en ningún caso
el significado de estos dos vocablos.