El viento que me azota
la cara me está diciendo
que me he dado cuenta,
que ya sé de qué va esto.
Creo.
Creo —con toda la modestia
que me cabe adentro— que sé
de que va esto.
Creo —no es creer, por creer,
no es cuestión de religión
ni credo, solo creo.., que estoy,
que estoy llegando, veo allá
en la vislumbre de mi vista un cielo,
veo una cabaña blanca de nieve
y por dentro de lava rellena, veo hogar
que de madera crepita, noto la llama,
noto la esencia del belén decembrero,
ese padre, esa madre, esa cuna en medio,
esa calefacción de hechura animal
cual mula y buey, cual sacerdotes
que hisopean calor a tal sagrada estancia.
Creo, creo haber roto una costra,
un impedimento fronterizo,
una escarcha limitante, mi dedo
cual creador de un Adán sixtino
que ahora sí llega a Dios, a mi centro.
Creo, creo que he llegado a descifrar
mi jeroglífico, descifrar una piedra roseta
por siglos oculta tras el recodo de un sueño,
creo.., creo y me creo ya sentado
sobre un edén rebosante de frutos
y ciencia, creencia.., eso es lo que siento.
Me creo caminante machadiano
que huele el descanso y se postra
adivinando la dicha, la cama pronta,
la ensalada y la torta, la redoma
de agua fresca, el saloncito cargado
de lisonja y la memoria que atesora
y exporta desde dentro, y desdora
para disfrute del oidor de historias.
La puerta ya veo, la cabaña asoma,
el sueño de Orfeo está en ciernes,
Eurídice no mires atrás hasta que la luz
te bañe completa, que tú y tu pie
no sean óbice de fracaso y tenga,
como un afligido amante, que llorar hondo
lo que pudo ser y no fue por el eterno
error de un segundo, de no soportar
la presión que la curiosidad me afligía
hasta mirar atrás demasiado pronto,
volviéndome ipso facto estatua de sal.
Creo que ya he llegado, dejo sobre el suelo
los bártulos y me adentro a ver
qué me depara este cielo, o este infierno
delicioso y rotundo que ahí espera.