Ella era perfecta.
No importaba el verbo que se sentía en sus labios. Su cuerpo era ese sustantivo abstracto que conjuga a hasta la más perversa de las pasiones.
Porque era perfecta.
Su fantasía hacíase mella en su realidad; dibujaba ese camino, pedregoso a veces, pero con persistencia me llevaba a la felicidad.
Porque así y todo, ella era perfecta.
Sabíase sentir dama y poesía a la vez. Algo inalcanzable para un poeta inmaduro, ese fruto prohibido que muestra el hambre de nuestra desnudez, aun cuando se perdía en su cuerpo puro.
Porque ella se sabía perfecta.
No hay otro motivo, no hay otra razón demás para perderse en sus labios, era ahí donde con maestría conjugaba a la vez, fantasía y realidad, poemas infinitos en la blancura de su cama; es ahí donde yo recitaba sus curvas, en donde me era necesario el freno para no perderme en mi locura.
Porque se sentía perfecta.
Una bella obra de arte siempre se sabría así; impoluta de pecados carnales, porque ella misma era ese pecado.
Recuerdo que todo el rato ella se sentía perfecta.
Y así siempre lo fue. Su camino era indeciso como este poeta, pero su luz me guiaba en las rimas para recitarlas en su piel.
Y me agradó que siempre se sintiera perfecta.
Porque así lo sentí, así lo deseé. En una sola noche me logré dormir en la seguridad de su piel. Es ahí donde yo descubría nuevos amaneceres tras lujuriosas noches que me brindaba su ser.
Porque ella precisamente era perfecta.
Y no hay más. Su cintura marcaba esa coma para continuar en otra oración para su ser. Al final de cada verso, su sensualidad era ese punto y aparte que este poeta quiso poner.
Porque así, efectivamente ella era perfecta.
Mi poesía cada noche en su amanecer se perdía; lograba encontrarla a ratos, pero al final de cada rima, de cada verso de Mujer, comprendía que ella era el mejor y más bello poema en el que hasta yo también siempre me quise perder.