En la oscura noche, mil sufrimientos me acosaban.
Nada lograba calmar mi agonía, estaba aún, presa.
Sí, presa de sus besos que a morir me sentenciaban.
Y en el oscuro cielo, la bella Venus, lucía traviesa.
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Sentada en negro ébano, como blanco y divino jazmín,
ya esa alma ardiente y feliz, una reina oriental parecía.
Urgida de su amante, ella lo aguardaba en su jardín.
Llevada en hombros, la pasión que su cuerpo recorría.
Se sentía triunfante y luminosa, sobre aquel palanquín.
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«¡Oh Reina Madre! –Dijo-, mi alma quiere dejar su crisálida
y volar hasta él, para adorarte y sus labios de fuego besar;
flotar en el nimbo de su alma, en las noches de luz cálida
y en siderales éxtasis, no dejarte un momento de amar.»
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El aire de la noche, refrescaba con atmósfera de mar
y Venus, desde el abismo, le miraba con triste mirar.