El infinito es eso...
aquello que nunca
llega a comenzar.
—No sé quién lo dijo, si fui yo o fue otro,
qué más da quien lo dijera.
Ayer volé hacia una estrella,
hoy también incluso.
No fue necesario
colocar tras de mí propulsor alguno,
pude ponerme en modo reacción
solo con el pensamiento,
solo con conectarme con mi centro,
con ese manantial que dona combustible
suficiente para encender una quimera.
Hoy también incluso, y a lo mejor mañana...
Un viaje a una estrella, incluso la más cercana
requiere de solo un ingrediente.
La más cercana a donde vivo —aparte
la que todos pensamos— es la Próxima Centauri;
esta estrella tiene un defecto, una especie
de grano en su cara oculta, un montículo
que prefiere esconder de la vista de cualquiera
que curiosee su existencia, de cualquier terrícola
desaprensivo como es mi caso, pero voy a mirarla,
cojo los catalejos que ayer dejé sobre la mesita
de noche y aunque es de día y el sol radiante
voy a mirar por sí en un descuido la pillo
con sus vergüenzas al aire —no le digan nada,
no sea que se dé cuenta; ahí está, ya la veo!!
Enseguida me enfundo el mono espacial,
me encajo la escafandra de los domingos,
me pongo un chorro de fuego en el trasero
y me lanzo por la ventana contra la gravedad
del mundo, contra su mecanicismo, su positivismo,
puedo volar contra todos los condicionantes,
todas las convenciones no convenidas ni votadas,
vuelo raudo hacia esa estrella que me abrirá
sus brazos en señal de hospitalidad y arropamiento.
Allí me quedo, allí permanezco, allí dispongo
de comodidades sin fin y de un calor
que aunque tórrido no me hiela la sangre,
un calor que me permite la fiebre suficiente
para poder escribir lo que deseo, sin censuras,
sin cortapisas, con toda una amplia mesa para mí,
solo para mí...
Así que, de momento no bajo.