Triste y muy desconsolado
se miró el labriego un día
por aquella serranía
con su cuerpo desgastado.
Cabizbajo, acongojado,
a la sombra de una palma
meditaba muy en calma
con su pensamiento yerto
presumiendo que el desierto
le secó el jardín de su alma.
Y en aquel triste lamento
que brotaba de su entraña
divisando la montaña
dijo claro, con portento:
¡Ya viví cada momento,
abrazándome una cuita
que en mi corazón palpita
sin reserva, sin remedio
y aumentando más el tedio,
me dejó cual flor marchita!
¿Dónde están aquellas lunas
rebosantes de dulzura
deslumbrantes de ternura
en los valles y en las dunas?
Y aquel árbol de aceitunas
con su fruto apetecido
¿Por qué ha desaparecido
de mi vista que ha mermado?
¿Será que el fruto cortado
marchitó el árbol florido?
Cuánta angustia del labriego
va soplando aquella brisa
apagando su sonrisa
va quedando un tanto ciego.
Y quemando como el fuego
van recuerdos del pasado
con el fruto que anhelado
fue quizá su recompensa
porque ahora viejo piensa
que tuvo lo más preciado.
El labriego en sus cultivos
sembró dicha y un te quiero
y una estrella y un lucero
le hicieron días festivos.
Pensamientos asertivos
tienen hoy frutos bisoños
mientras él con sus otoños
va esperando ya el ocaso
sin sentir ningún fracaso…
¡Porque el árbol dio retoños!
Noviembre, a pesar de ser verano,
me regaló dos bellos retoños.
Pasaron en mí varios otoños,
pero ellos no pasaron en vano.
Y con mis retoños siempre gano
porque estarán dando nuevo fruto
que para la vida, es un tributo
y una herencia para la familia,
donde el amor se funde y concilia
a cada instante, a cada minuto.