Mientras la herejía huía por la ventana,
la inquisición encomendaba el alma en su honor.
La ira tomó posesión del fustigado corazón,
y aquel hombre herido, fue en busca del pecado
para hacer justicia ante su Dios…
El pecado sin saber que lo acechaba la muerte,
sonreía,
disfrutaba de su momento pos lujuria.
La nieve señalaba las huellas del camino,
y el inquisidor apegado a sus designios…
como cazador furtivo,
habiendo dado alcance al pecado, apuñó su mano
y sin pensarlo, sacó un puñal afilado,
que brilló hiriente ante el claror de la luna.
Con una rapidez sorprendente asestó
repetidas puñaladas, hasta dejar sin aliento
el cuerpo del pecado, que quedó inerte
en la espesa nieve… junto a un copioso
espejo de sangre.
El inquisidor aun lleno de furia, cavó un hoyo
en la fría nevada y descuartizó al pecado,
sepultó la herejía …Y con sus manos sucias
de sangre,
quiso limpiar la escena del abominable crimen.
Volvió a su casa, desangró sus manos
y su “amada” esposa lo abrazó suavemente,
le acarició el pecho helado.
El inquisidor aun cegado por los celos,
mantuvo silencio, su cuerpo tiritaba…
¡Ella imaginaba!
…que el aterido esternón, era a causa del frío.
Lo cobijó con el mismo sudario envuelto
en el pecado,
el inquisidor rompió su irreprimible silencio…
y contó a su cónyuge lo sucedido.
La adúltera mujer salió despavorida,
tras la estela de su desventurado amante
guiada por los rayos de la clara noche
hasta llegar al sitio donde yacía el hereje,
se hincó de rodillas en la gélida nieve,
y en profuso llanto
con una mano, acarició la impronta
que dejó la sangre de su amante
y con la otra, borró las huellas de su fiel
inquisidor.
Nunca más se supo de la libidinosa bruja.
Cuenta la historia, que aún con los años...
Dicen que ella, salvó su cuerpo de los hombres
y con el tiempo, libró su alma ante el amor.