Pasaron los días, semanas y meses. Él ya había partido definitivamente con su nuevo amor, pero aún la envolvía jurando quererla.
Mientras, ella trabajaba y enfrentaba sola la dura tarea de casa y pequeños.
Un Don Juan la observaba, le traía flores cada día, y palabras de cariño le regalaba. Pero ella se negaba a nuevos amores, no quería otros besos, no aceptaba flores.
Un día por soberbia él la agredió, su velo cayó y pudo verlo al fin tan ruin y cobarde como todos lo veían.
Jugaba el Don Juan con los niños, y dulces sabrosos a veces traía, y en aquellas caritas asomó la alegría.
Ella los miraba, pensó que podía. Abrió las ventanas, las flores abrían.
El sol comenzó a acariciarla en cada mañana y así fueron pasando y pasando semanas.
Él no comprendía, cómo había cambiado, no quería perderla, él se resistía.
Y la vio sin ojeras, la vio bien peinada, con brillo en los ojos que no eran de lágrimas.
Y la vio sonreír y él sintió la rabia, trató de insistir con su estrategia y al niño mayor él manipulaba.
Pero ella se había sacado la venda. Ya su amor por él no podía cegarla.
Escuchó a su madre que la aconsejaba, volvió a ser serena y a entregar su alma.
Se miró al espejo y amó aquella imagen, a la hermosa mujer que se reflejaba, y comprendió entonces que tras la tormenta, aunque se demore, siempre habrá una calma.