Llamaradas rojo bermellón, vistas lejanas en el ocaso
de aquel tinto y azabache horizonte ya no rectilíneo,
en medio de la brusquedad de los mecánicos motores
y esas frituras tan cascabelinas del infernal foco ígneo.
El fuego estival y algunas torpes estratégicas barrenas
destacan la lucha por asir las coníferas colinas de allá,
transversales de una desafinada sinfonía de sonoras sirenas,
ruta pirómana hacia el ardiente y tenebroso Montserrat.
Los aviones cisternas descargan sus acuáticos vientres,
los Bomberos desde tierra lanzan potentes chorros tupidos
y clama súplica al viento la luna misericorde ¡”No entres”!
que imperan las furias del iracundo azote a paisajes abolidos.
De repente, cadenas de oración y benditas lluvias fortuitas
atemperan aeróbicas y decisorias las intensas furias vulcánicas
y otra vez el agua zodiacal vence al fuego de las fogosas cuitas,
antiguo y apocalíptico desafío de misteriosas tendencias satánicas.
Ya vuelven exhaustos y tostados a cuarteles los hombres
tras lid de aleatorios testimonios, tórridos de fortalezas,
arduo resumen del caliente manto de cenizas sin nombres:
que el célere tiempo fertilizará nuevas, benéficas malezas.