Como la flor del camino
que vivirá poco rato
son los días del estío,
es la estación del verano.
¡Llamadme loco…, decidlo!
sería un tonto el negarlo,
me pierde a mi este momento,
este instante del año.
A mi memoria latente
trae los tiempos pasados
y los que son tan hermosos
que nunca podré olvidarlos.
¡Esos recuerdos eternos,
vividos sin prisa, agradando!.
Días plenos de cielo azul,
gasa ondulada en los campos
con la calina que asfixia
y amarillea los pastos.
Entre las ramas del árbol
frutos dulces madurados;
y entre ellas, allí arriba,
ese inmenso sol dorado,
que hace bruñir la espiga
del trigo recién cortado.
Y en las tardes, paisaje grana,
un ocaso empurpurado
que se desliza y resbala
en el horizonte lejano.
Y entre aquellas mimas ramas,
en las noches de verano,
se ve todo un universo
con luz de estrellas cargado;
la luna gira en el cielo y
candentes brillan los astros.
Hermosura tibia de olas;
la arena…, el mar calmado;
una boca y otra boca
que se juntan muy despacio
coronando en el sin fin
de unos besos abrasados,
a la lumbre de los labios
que ya se buscan con descaro,
con deseo y pasión
y un sudor derramado
entre dos cuerpos que al amor
se fundieron abrazados.
Prestigiosa primavera,
para mí, gana el verano:
tu eres bella y propones,
eres el beso soñado,
el naranjo en flor de azahar,
el gran amor idolatrado.
El verano, sin embargo
es ya el fruto madurado,
el cuerpo pulido y terso,
es el beso ya besado,
es pura llama de fuego,
es el amor consumado.
Mas posee una debilidad,
tiene sus días contados.
¡Como cualquier estación,
lo sé, estoy escribiendo en vano!,
pero me pierde este momento,
este instante del año:
¡Luz, claridad, llama…, vida!
¡Fulgor, pasión…, el puto amo!
Rafael Huertes Lacalle
23-06-2.021