Allí en la arboleda de crisantemos curtida,
le encontré vuelto nada, un despojo lloroso.
Mi alma, ante su sufrir, se sintió conmovida.
A mi saludo él respondió con un tono fañoso.
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Este hombre sufre y llora qué, instante, el mío.
Trágico choque con un ser que nunca he visto.
Está tan decaído que ya se asemeja a un crío.
Me acerco lentamente y en saludarlo insisto.
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Recordé de pronto a mi madre y los extraños.
En mi casa se instruía que, con extraños, nada.
Pero decían que, ante el dolor, uno se apiada.
Uno, no decía lo que hacía para evitar regaños.
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De un profundo temor se llenó mi frío pecho.
Venció, mi misericordia, ante el viento helante.
Señor, le dije: ¿Qué le pasa, llora de despecho?
No, no mija, es el hambre, me dijo titubeante.
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Sin olvidar los consejos corrí a casa y lo conté.
Ella, una mujer de alma buena corrió conmigo.
Allí, llorando estaba el Señor; es ese le apunté.
Esa, era mi madre, cuya bondad, hoy bendigo.
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¿Señor, qué hace en este sitio con tanto frio?
El Señor, sólo lloraba y mi madre, dijo: sígame.
La siguió tambaleante y llorando como un río.
Venga y coma, yo le hablaré y Usted, míreme.
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¿Qué sabe hacer, le gustaría encontrar trabajo?
El hombre ya calmado le contó todo a mi madre.
Yo soy jardinero y arriero, en esos oficios encajo.
En ese instante sonó la puerta, era el compadre.
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Mi madre que no perdía tiempo, todo le contó.
Comadre, es su día de suerte, veamos al Señor.
Sabe que es Diciembre y el capataz me renunció.
Yo necesito urgente alguien que, asuma su labor.
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¡El Sr, Justo acomodó así su vida y la del compadre
y Dios ayudó a mi madre a lograr un buen encuadre!