No el mundo y su estúpida biografía
de escombros y guerras; ni siquiera,
los versos, en los que robabas algo
de luz a un invierno de soledad y estepa.
Ya no el libro, ni su inventario de personajes,
múltiples y entrevistos, mutilados como a guillotina
por el autor, impredecible en su cometido.
Tampoco la oscuridad de la tarde, vivida
a la fuerza, con escaso mérito por tu parte,
al lado de la estufa rigurosa y extrema.
Ni los nombres desvanecidos por efecto
del tiempo, ni los espectros creados por éste
en favor de aquellos. No esas conveniencias
que imponen los intereses comerciales,
ni aquella solemnidad que a la amistad devalúa,
la única tarea importante. No ese mundo
diáfano e intenso, que procede únicamente
del delirio de algún dios incongruente.
Esos cipreses, esos vestigios de flores,
quizás aquellos invernales pinos que recubren
de broza los relojes. O esas esbeltas columnas
que sostienen un paraíso de hojas en la altitud
de una oblonga colina. Esos ojos cuyo seno
te miraron, y aprendieron a decirte anda niño,
decídete. ©