J\'irais á mon palace d\'hiver.
—eso decía Verlaine cuando volvía a su hospicio parisino—
Es sabido que hoy en día la poesía no da para vivir —eso decía Verlaine a cualquiera que se topase con él bajo el nevar sobre el Sena, sediento de cariño bajo el espesor de una desdicha que acabaría en ataúd. Entonces no dio para vivir y ahora difícilmente, solo para soñar. No disfrutó en vida el tributo que se le rindiera posmórten y eso solo trasluce injusticia y desdoro al oficio de las letras, un oficio que consuela en silencio, calla al estruendo de los medios y se dota de premios a los que sobran comensales y faltan sillas —eso pasó entonces y pasa ahora, o al menos eso creo.
Verlaine bajaba a la fresquita las escaleras de caracol del edificio neobarroco de un barrio latino pintado de blanco cuando lo latino llama a lo oscuro. Asomaba la cabeza por el portal, miraba a ambos lados y de frente y trasponía el umbral decidido a atravesar el puente de Alejandro tercero, fulgurante de un amarillo oro que quemaba las aguas abajo del Sena. Permanecía una especie de hora y media de caminata por los bajos fondos de París hasta desembocar en el Folies Bergère en plena ebullición funcional; entraba, tomaba asiento y al poco rato quedaba sumido en un sueño tal que un Dante infernal. Volvía a casa a eso de la cena y tras un hojeo superficial al libro de turno descabezaba un sueño profundo como el de Jacob. Dormía poco y mal y muy de mañana ya sorprendía a las farolas en aquello de encender el día, cosa que finalmente quedaba en las protuberancias de un sol cada vez más frío, más desangelado, más cárdeno que de costumbre y aterido de ausencia.
No tenía perro pero en su lugar se hacia valer de una suerte de cocodrilo disecado que como regalo de cumpleaños recibió ese mismo año —lo ataba a un cordel y tiraba de él como si fuera su animal de compañía, le hablaba y todo, o eso decían las malas lenguas...
Como sabía que me lo encontraría —a decir verdad me hacía yo el encontradizo— llevaba siempre entre mis manos una pequeña antología de sus poemas, por si en el fragor de una posible conversación de vecinos se terciase leer alguno de ellos y me comentara su intención, en qué pensaba cuando pensaba qué escribir, qué momento corría su biografía en el momento de su gestación y mil etcéteras que ahora no vendrían al caso.
Ayer me llegó por el aire, al abrir el balcón que da al parque, que su alma ya descansa, que ya lee sus poemas a los ángeles y que estos —dada su extraordinaria vitalidad— han hecho que se reúnan en sesión plenaria, desde los querubines hasta los arcángeles, para discutir si fuera merecedor de una segunda oportunidad, de una galvanización rehabilitante que lo llevara de nuevo entre los vivos y cumpla allí la tarea que desempeña en esta gloria; ellos, los de abajo, que más que los ángeles necesitan de su consuelo.