Y he velado mis ojos
para no ver lo insoportable:
aquel niño iracundo que
sacaba pésimas notas,
donde yo sé sus padres
decidieron dedicarle a las obras
por mal competidor.
Los he sellado a cal y canto,
porque sí, porque me ha dado
la gana; lo inaguantable
se cebaba en ellos.
Hubo una vez un hombre feliz.
Dichoso, ameno, de rabia pura
pero consecuente, tratando de
distanciarse, preparando
sus anotaciones, realizando sus tareas.
Lo enterraron junto a sus métodos
y tres botellas.
Ahora entre los árboles pasa la brisa,
yo duermo con mis ojos puestos en el
horizonte.
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