No cito la palabra felicidad porque me da coraje —como decimos aquí en mi tierra—. Y eso es porque está tan manida la condenada que me da pereza —si no hastío— pronunciarla. En todos los altavoces del mundo se pregona a viva voz, a bombo y platillo y todo por procurar unas monedas a quienes la vociferan por los mercados, por los tenderetes de mala muerte que se improvisan en los pueblos, en los teatrillos de marionetas que desde bien antaño se alzaban en las calles y plazas para maravilla de los infantes y no tan infantes; siempre la palabra mágica para cerrar los cuentos, las historias e historietas más almibaradas y empalagosas que pensar se puede —vamos, un fastidio para el que os escribe.
Por eso titulo esta entrega con la palabra dicha, que suena más literaria y por lo tanto menos comercial, menos vulgarizada por los amigos del comercio y adláteres.
Como podéis de igual manera apreciar, dicha es seguida por muerte —palabra esta también muy manoseada por la historia pero por razones bien distintas—. En este caso diría que es más la religión que el comercio quien ostenta los derechos de explotación de la misma. Se puede afirmar que el imperio de las religiones se erige sobre sus seis letras de manera ostentosa, estable, y es el temor de Dios temor a la muerte.
Todo esto que llevo escrito está muy bien como inventio de un discurso pero el motivo que me lleva a emparejar estas dos palabras es muy otro. Ayer, al salir del trabajo, decidí dar un paseo por un barrio populoso y cercano a mi oficina y en soltando la mente se me vino reflexionar sobre la relación filosófica que vincula a estos dos términos, y pensé en la mantis religiosa. No es necesario recordar que este insecto, su hembra siendo más precisos, se vale de los nutrientes del macho para asegurar la condigna descendencia del fatídico acto amoroso que le da sentido. Este desgraciado ser —quizá no esté siendo empático—llega a su éxtasis existencial en ese preciso instante —el de la cópula luctuosa— y por esa razón su muerte a su entender debe de ser necesaria, es decir, funde en un mismo crisol la dicha más absoluta con su sentencia de muerte; y extrapolando este aserto a nosotros seres humanos ¿Quizás no nos vemos en más de una ocasión en esta misma fusión conceptual? Cuándo alcanzamos el amor —sobre todo pienso en la efervescencia de los primeros tiempos, cuando sucede el enamoramiento— ¿no ingresamos en la dicha para acabar en la rutina, en la desgana, en lo mismo, es decir, en la muerte? ¿Podemos afirmar que la vida es la aproximación a un abismo y que cuando lo rayamos es cuando hemos alcanzado el cénit del placer, y que unos milímetros más allá solo queda el vacío más inmenso?¿Puede ser que el instinto sexual, ese que nos impele a acercarnos para arder, sea eso, un camino de dicha sin retorno?
Temo concluir que no me diferencio mucho del infausto macho de la mantis...
Ahí lo dejo, para que penséis como despedida del año.