La autoridad de la madre medieval enseñando su pecho y
mostrando su buena capacidad para ejercer la maternidad.
—Ostentatio Mamarum—
En la antigüedad era así.
La mujer valía lo que valían
sus mamas, eran hembras, no mujeres.
La heredatio era institución fundamental
y decisiva en una sociedad tan jerarquizada;
ahora —empezando un nuevo y avanzado año—,
la mujer es persona —no en todo el mundo y no siempre—
y su competencia no se dirime solo en lo genésico,
sino que abarca el coto siempre reservado al hombre,
donde descuella de ellos en más de una ocasión
y demuestran que su marginación social no era ontológica
sino cultural —desde la lejana revolución neolítica.
Sus pechos eran su carta de presentación por su leche,
no por su belleza —aunque belleza y bondad van de la mano—,
y hoy esa leche —aunque altamente recomendable por sus valores
nutricionales— no es determinante, aunque en la profundidad
de su conciencia sigue anidando ese sello identitario, ese marchamo
de calidad de su condición de mujer, que no puede desembarazarse
nunca, aunque los tiempos allanen el pensamiento, de su atributo
materno de la misma manera que el ser humano no puede abstraerse
de su condición homínida por muy modernos que seamos.
Después de esta introducción para calentar muñecas vayamos
al poema:
Tu pecho: manantial, manadero de miel,
géiser hirviendo que desborda volcanes,
esencia de mi ser, de mi existencia.
Tu pecho santo y seña, señero, heraldo,
emisario, portuberante y lechero;
tu pecho... de donde vengo
y adonde tengo que ir, que desembocar.
Tu pecho es maná de río blanco
que acaricia mis labios, su calidez...
Te recuerdo, tu areola rozando el placer
de mi tierna niñez, tu acidez dulce
paladeando la tarde, la mañana, madrugada
que llorando despierta los relojes y tu pecho,
tu pecho siempre alerta, se desata y prende,
tu leche cayendo mejilla abajo, placer inmenso.
Tu pecho, tú, te echo en falta, te deseo, volver
a esos días de comienzo... pero no puede ser.