Y tras esas paredes, el humo,
levantado como una fortificación impávida
y monstruosa, que ya adelantaba el futuro
exacto de algunos; como un tótem al que había
que adorar, el lavabo quedaba suspendido dentro
de ese aura magnética de papeles puestos a secar
y gestos sombríos. El baño, sí, era lugar para besar,
realizar tocamientos ocultos, o brindar a la epifanía
sexual, sus comienzos impúdicos. Yo entraba siempre,
galante y ofendido, a sus territorios por adiestrar: ni el
silbato del profesor, instaurando un tiempo distinto
al recreo, ni siquiera el cesar del griterío propio
de los chiquillos allí reunidos,
modificaba esa sensación del lavabo inútil y transgresor,
del humo tóxico, indiscreto y antiservicial.
Qué poco duró aquel tiempo, secreto y compungido,
revolucionario y monótono a la par! Nos fuimos instalando
en la mediocridad inevitable que, como niebla,
nos situó, a cada uno, como dios mandaba, en su lugar.
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