Con la ingenua mirada de los niños;
el extraño enigma de tu sonrisa;
los juncos al moverse con la brisa
y la picaresca de nuestros guiños,
recuerdo aquel ajustado corpiño
que ya ibas desabrochando sin prisa,
temblando, por sentirte muy indecisa
de, si yo, merecía tu cariño.
Pero, cuando esas manos adoradas
mi enrojecido rostro acariciaban
y yo las percibía apasionadas,
entonces vi a dos seres que se ansiaban,
con sus defensas ya abandonadas
y con espíritus que comulgaban.