El Romanticismo fue una reacción en sus inicios
—el de finales del dieciocho— contra el imperio
galopante de las ciencias.
Los primeros románticos —y quizá también los
últimos— se agarraron a su torre de marfil
y renegaron del gris ceniciento que tomaba el mundo.
Siempre he dicho —y tú también, te he oído
decir— que no soy romántico porque de mi mano
nunca ha salido una flor, ni por arte de magia.
A eso contesto —y a ti, más de una vez, te he
contestado— que lo soy, y de médula, porque
ese concepto que pulula y siempre ha pululado
por las líneas de nuestras frentes va culpado
de celuloide, es hijo de las salas de cines y tvs,
y que —a ver si te enteras de una vez— ser
romántico es algo más profundo, más literario:
Ahora te lo cuento como a ti te gusta...
Cojo una tablas, de cajas de verdura,
invento una habitación con vistas
—para eso rajo en medio una ventana—
coloco en protagonismo una mesa a lo ancho
seguida de una silla de anea —que no pinche
con sus astillas— y me siento, miro a la raya
que se pierde al horizonte y pienso, luego escribo...
Sé que esto que voy a escribir nace de la tierra,
de la tierra en la que me siento y asiento,
en la que alberga mis raíces y a la que me debo,
de la que viene el pan de mi boca y el vino
de mis labios, pero... cuando descanso del sudor
de mi frente me siento, aquí, delante de este panorama
abierto, limpio, quieto, las copas de los árboles cimbrean
su verde al ritmo de una brisa tenue, salada, que me sume
en un pensamiento verdecedor y prolífico de retoños,
el cálamo empieza a correr, el rasgueo no conoce mesura
y no obedece más que al instinto, a la quietud interminable
de un tiempo que ahora ha decidido pararse.
No te voy a mandar a tu guasa este poema para que lo leas
porque no te lo he escrito a ti, no soy tan romántico, sabes
que si quieres leerme tienes en mi blog toda mi alma
desparramada como sesos de gato tras un atropello, no soy
tan romántico; solo lo soy en la medida en que este mundo,
esta sinfonía de oropel y mentira no representa el club
al que quiero pertenecer —Groucho decía que solo aceptaría
ser admitido en el Reino de los cielos, es decir, ese reino
en el que solo tienen cabida, solo tienen silla en su ágape,
aquellos que están convencidos de que no se lo merecen,
y él era uno de esos sin lugar a dudas—. Este es mi club, ese
en el que si me abrieran las puertas sin pedirme credenciales
no me dignaría trasponer el umbral —no me gustan las malas
invitaciones.
Yo soy romántico —pero no como los de hoy, con todo el almíbar
barato con firma de Christian Dios, sino como los de finales del
dieciocho: Leopardi, Kleist, Hölderling y un largo etcétera.