Convenimos en que no sucediera
y le embridamos su casta tan pura
–cada uno dentro de su armadura–.
Sin embargo, no dejamos que huyera
e incluso logramos que nos sonriera
rozando, con suavidad, su bravura
–una vez rebajada la censura
que impedía que el ardor nos venciera–.
Ya hemos abandonado la protección,
aflojando poco a poco la brida,
seguros de controlar esta atracción
de intensidad nunca antes conocida,
y que, amortiguada, aumenta la emoción
de esta pasión, ahora tan contenida.