Todas las palabras
vinieron a verme.
—Jaime Siles—.
De mañana, después de la faena
me coloqué de esquina en la ventana,
esa ventana que da al sur
y se llena de luz nada más el sol
supera la línea del horizonte.
Me coloqué al trasluz, tal que el rayo
chocara atenuado y no me deslumbrara,
lo que a lo mejor no conseguirían
las letras que me disponía a desayunar.
Pero no fue así. Hubo sorpresa...
Engolfándome en la lectura
me dieron las claras del día
—del día siguiente claro está—;
la trama estaba engarzada con tal sutileza
que me vi enredado sin quererlo
cual un pececillo que tranquilo ve presa
y se sorprende de la dureza de su carne,
de que esa dureza no adivinada
prendiese sobre el tierno de su garganta
y le arrastrara hacia el infierno, ese
que está fuera y donde la respiración
es imposible de toda imposibilidad.
Solo paraba para repostar, el cuerpo
me pedía gasolina y era ocioso negarse.
A fuer de concentración y tesón llegué
a sus últimas páginas habiendo empezado
por la primera solo cuatro horas antes.
No pude colocar en ninguna página
el cordoncillo rojo que venía adosado
a la tapa cuando me decidí comprarlo.
Hice un ademán de encajarlo en el seno
encuadernador de la página cincuenta y siete,
pero la página cincuenta y ocho me miraba
con indignación y con un apostrofe reclamativo,
pregonando la injusticia que me disponía
a ejecutar. Decidí dejarlo colgando, seguir
con el libro abierto y soslayar la rabia
de esa página despechada y maldita.
Así seguí, disputándome en la misma dificultad
y con la misma casuística paginal, hasta el fin.
Cuando lo posé sobre la estantería
para que durmiera el sueño de los justos,
las letras de la portada se me inclinaron hacia mí
en señal de respeto y deseándome larga vida.
Bajé la persiana, armé el petate, cerré la puerta
de la calle y me puse a caminar para digerir
la pechada de letras que me acabé de dar.