Sabido lo fugaz de la belleza
es un placer contemplar su estallido
y darle un hola –seguido de un despido–,
ya con «su imagen» en nuestra cabeza,
la cual, enseguida se nos despieza
y se va diluyendo en el olvido.
Raudo, por otra, te ves atraído
y contemplas, de nuevo, su pureza
rellenándose, otra vez, el vacío
con sombras que se van iluminando
y que se engalanan con un vestido
de colores, que te ha de ir preservando
del lánguido y apático gemido
que siempre nos está amenazando.