El río que ves pasar, en la calma chicha
de una tarde cualquiera —no tiene por qué ser de verano—,
no repetirá sus aguas, será distinto la próxima vez
que oses mirarlas, incluso si lo hicieras
con nostalgia.
—Aprovecha la singularidad del momento—
Arrodíllate ante la raya
de su cauce, acércate
sin miedo, haz cuenco
con tus manos y coge un poco de agua,
mírala con detenimiento
examina sus moléculas, sus moles,
sus valencias, la física que hace posible
la maravilla de sus valores y su composición,
suéltala libre sobre el río al que pertenece,
donde estará en su salsa, en familia,
déjala que corra hacia su desembocadura,
que muera como todas las aguas, vuelve
al cabo de un instante y ofrécete a hacer
la misma operación —hazla con toda
la dedicación que merece un experimento
científico de esta importancia—. Descubrirás
que el sabio Heráclito decía la biblia —aunque
esta no existiera todavía, que se sepa.
Con toda esta paráfrasis quiero decirte
—mi querida Alejandra— que si hoy te parezco
agua fresca, azulada a veces, picantona en otra,
atrevida unas, juguetona otras, mañana...
Quién sabe, quien tiene en su faltriquera
las cuartillas escritas del destino. Nadie...
Sé que la distancia es insalvable, pero existen
barcos, aviones, helicópteros, y algo más fascinante:
imaginaciones, voluntades, ganas de fundirse
como las que pergeñan la magia de la vida, la química
inefable del agua que al carecer de prejuicios, de miedos,
de fantasmas, se disponen a aguar hidrógenos
y oxígenos hasta inventar la casualidad planetaria
de una vida inédita en el resto de una eternidad tan eterna.
Si algo tan sencillo como el agua —una sustancia
tan lábil, tan resbaladiza e insustancial, abundante—
funda o más bien patentiza —por aquello de la patente
industrial— algo tan grande y único, tan suntuoso
¿qué puede negarse a lo que la voluntad decreta?
Quizás sea suficiente —Alejandra de mi entraña—
el calor que desprenden mis palabras al hambre
de compañía y al hiato que tus horas muertas
ciernen cual velo contra tu asueto —puede ser—,
y entiendo, pero mi naturaleza cartesiana
exige un equilibrio, un cierre contable de los debes
y los haberes, y en esa rendición financiera
atar cabos sueltos y ecuaciones sin resolver.
Que en definitiva —preciosa Alejandra— pases
de las palabras a los hechos, no ya, mañana, pasado,
sino ahora —ahora que la lumbre sigue encendida
y las ascuas ardiendo.