Tiende su sombra
sobre los relojes.
—Rilke. Día de otoño—
El amor crece.
Mi amor sobre el tuyo
hace las veces de sable,
se tuerce el bronce
que satina sus ausencias.
El amor nace.
Mi amor se trenza y se destrenza,
al son de un aire que se hace viento,
se esconde y sale cuando el tiempo
le hace cuna y simiente.
El amor siente.
Mi amor transpira cieno
y pulula la magia de las encías,
se retira a descansar en su alcoba
y nace a las claras del día,
cuando se vislumbra apenas
la quietud de las gaviotas.
El amor desciende.
Mi amor se cuece lento de brasas,
al unísono sonido del crotorar de garzas;
se oculta tras la siguiente esquina
y le sale un grano, cual adolescente.
El amor...
Mi amor...
El amor se me resiente,
se me despide y me alza
la mano derecha —¿o era la izquierda?
Su amor se me va haciendo pequeño
conforme se aleja hacia el horizonte,
la mano que levanta en despedida
apenas se barrunta en la lejanía
y el corazón a medida que pasa
se va haciendo más exiguo, minúsculo
sostén de un pecho vencido
por el peso de su sangre, y la humedad
que se hace dueña a la altura de un ojo.
El amor se descascarilla.
Mi amor con tu amor se cuartea seco
como la vejez cortical de un árbol añoso,
de ese árbol que fue guarida y coartada,
repulsa y hogar, fuego y deseo herido;
y otras fue proyecto, futuro, que no existe...
El amor se agosta, se hiberna, se otoña,
y al fin se hace primavera en los almanaques.
Pero yo sigo aquí. Revivencia, alimento, fantasma.
Aquí creyendo...