Mis ojos se han acostumbrado a la luz,
miro a la ventana luminosa que se abre
al parque y mis ojos parecen aceptar esa intensidad
que había olvidado y que a regañadientes acoge.
Antes —en un antes menor de dos años—
la luz que hería de costumbre mis pupilas
era menor, más sombría, menos generosa.
Como inciso a este escrito decir que en Los Bermejales
vivía en un primero que daba a unos balcones —los ojos
estaban cortados en su deseo de espacio y con ello
de luz.
Ahora —en un ahora rutilante y espléndido—
mis ojos dan a un verdor constante y a un horizonte
lejano y extenso. Decir que veo desde la ventana
de la cocina a la que llamo mi señora: La Giralda.
Voy a intentar ser un poco más poético:
—a ver qué sale—
—como veis, abuso de la raya, como le pasaba
a mi Emily Dickinson en sus reuniones consigo misma
en el fondo de su oscura habitación—.
Abro los ojos, abro la ventana.
Abro la mente a la luz,
a una luz intensa, sevillana.
Me dejo penetrar de ella
hasta el último rincón de mi casa.
Abro mi corazón, que late, remansa
la sangre y se coagula la desgana,
cierro el miedo que acude con trampa
y le pongo cerco, policía y guadaña.
Con la mente limpia de nubarrones
acometo glorioso la mañana:
carrera matutina para liberar musarañas,
desayuno tranquilo, al son de mis latidos,
recoger la casa de alimañas y disfrutar
de un asueto a base de libros y castañas,
cacahuetes, alfajores y avellanas
hasta que ahíto de placer cese... de ganas.
Me dispongo al trabajo y cierro el quiosco.
Salgo y tras de mí la puerta me dice goodbye.
Mañana será otro día, igual de precioso y pleno.