PARAÍSOS EN LA CORTA DISTANCIA: LA ROCA DE AUSTIN
El físico nuclear John J. Austin
también conocido como doctor Austin, dejó escrito
en un libro de memorias:
“La importancia de los paraísos naturales es relativa”.
Uno puede siempre encontrarse
con uno de esos paraísos a edad temprana
y no reconocerlo al primer instante,
no ocuparse de él al primer golpe de vista.
Pero luego, andando el tiempo, todo cambia,
y cambia el modo de percepción principalmente.
Poca vista se necesita, en cambio, cuando
nos alcanza la predisposición en el ánimo
-el ojo se abre con una inesperada perspicacia-
para el descubrimiento.
Y cuando casi todas las calles
nos presentan un boquete que ejerce una atracción meridiana
y una fuerza de seducción que nos atrapa,
y cuando todas las plazas y las plazoletas,
casi sin excepción,
nos revelan al menos un irresistible motivo de interés.
“Qué bueno”, decimos entonces, y “qué espléndido”.
Y cómo destaca el paisaje urbano en todos estos casos.
John J. Austin vivía en una calle estrecha
y sin apenas vecinos
en la parte alta de su localidad natal.
Era una calle horizontal, cuenta en su autobiografía,
que conducía de una calle a otra, estas dos últimas en marcada pendiente.
Su calle estaba como levantada directamente sobre la roca del cerro
hasta el punto de que sobresalía aún un trozo
al doblar una esquina
de la piedra original.
No había sido disimulada, limada hasta hacerla
coincidir con la altura de la acera,
pues nadie, ni los constructores de calles
ni el dueño del edificio
se habían tomado la molestia de anular
la irregularidad del terreno,
de destruir el escollo con tal de allanar la calzada.
El bulto servía incluso de difícil obstáculo
cuando el físico nuclear intentaba maniobrar
para doblar la esquina al volante.
Jonh J. Austin nos escribe sobre su calle y
afirma que todas las calles, según él, presentan en
origen o por defecto de construcción,
alguna deformación sin importancia, un derroche de espacio
más o menos sutil,
algo como un callejón sin salida
o como unas escaleras
por las que nadie sube,
insoportablemente altos los escalones, tanto que solo un atleta
podría subir y bajar sin riesgo físico.
O, tal vez, presenten uno de esos balcones que
destacan mucho por demasiado sobresalientes.
Y qué decir de las fachadas mal alineadas
o que aparecen con panza por efecto de la humedad.
Y al ver el desaguisado,
queremos pasar la vista y la mano por encima
–como para cerciorarnos del inconveniente–,
sobre cada uno de esos derroches inexplicables de espacio
que encierran un encanto que va más allá de la especulación,
y que suministran una personalidad extra a nuestras propiedades urbanas.
La desidia, sí, la desidia
es en estos casos la causa de fuerza mayor. La desidia,
que obra milagros según se explica en las citadas memorias de Austin.
“O por causa de un error de cálculo siempre tan verosímil
en la especie”, añade.
“Y es tan comprensible y tan humano
en nuestra especie no tenerlo todo en cuenta”, argumenta al final.
Es pues cierto que los días son cortos o
pasan con demasiada rapidez
como para poder examinar con verdadera extensión
todas estas formas abruptas y vericuetos inútiles.
Tiempo para acercarse, tocar, ver, precisar, sentir el latido
de lo nunca visto,
tan cerca y que se presentan tan llamativo a pesar de todo.
La roca de Austin aparecía pulida, apenas sobresalía unos centímetros,
pero, aún así, daba gusto porque se le notaba el origen mineral.
Era un elemento anómalo que aún existía en su calle,
una piedra base sobre la que edificar un mundo de sensaciones anómalas,
otro mundo, si la contemplamos desde la corta distancia.
Acierta a explicar en el manuscrito en sus últimas consideraciones.
Gaspar Jover Polo