Alberto Escobar

Sísifo

 

Como arar en el mar.

 

 

 

 

 

 

 

Es un vano esfuerzo.
Ayer te volví a ver
subiendo una piedra 
enorme, una mole insufrible.
Flexionabas tus brazos
y estirabas tus piernas
contra el suelo. Vano esfuerzo.
Cuando lograbas moverla
tenías que soportar la gravedad
inconsecuente de una cuesta,
de una pendiente exagerada,
una pendiente que te conducía
a una cima inexistente, baldía,
de manera que cuando llegabas
la gravedad que antes te estragaba
se convertía en dueña y señora
impulsando hacia abajo vertiginosa
la contundencia de esa masa inexorable.
Volvías a erizar los músculos
de las piernas y los brazos en vano.
Esa fuerza newtoniana que da sentido
al planeta Tierra era en ti un sinsentido,
un arrastrarte hacia el punto de partida,
como si hubieras caído por el capricho del azar
en la casilla cincuenta y ocho del juego 
de la Oca —como si la muerte impusiera 
sus parcas— y tuvieras que resignarte
a volver a empezar —ya con menos fuerza.
Ayer te vi, y te veré mañana y pasado
debatiéndote contra la fuerza de los mitos.
Sí, te vi y me escondí tras la primera esquina
para no interferir en el desempeño de tu castigo,
ese que te impusiera un dios caprichoso
y mujeriego, irresponsable y rencoroso,
y que se hace llamar el Padre del Parnaso,
un dios odioso, en él no creo ni por asomo. 
Te vi y no dije nada, y el hibris me quemaba
por dentro, pero me callé, cobarde,
no fuera que el maldito girara sus ojos
contra mi carne y me impusiera su insidiosa ley. 
Me confieso, soy cobarde, indigno de ti.