En la noche oscura se mece la luna hirviente,
dorada, como un ojo universal
hurgando los amores ocultos, debajo
de las hojas secas de este jardín de sueños rotos.
Y el aire de largo vuelo roza mis pupilas
que no lloran, pero brillan su larga espera
como monótonas piedras tristes
hundidas en el abismo de la fe.
No estoy triste, pero el silencio me ha ganado
la memoria.
No ladra el perro, no se rompe el aire en la ventana,
y no acuchilla el frío enlutado de la medianoche.
La luna sigue brillando, las pálidas sombras
rondan como esperando que alguna lágrima suelta
calme su sedienta pena y el aire,
siempre el aire que huye de la vida fría y estéril.
No estoy triste, pero las flores de la noche se abren
derramando su gracia sobre todos
los remordimientos que también florecen en silencio
bajo esa paz ahogada y fría.
La luna entra en mi corazón ciego, como quien
entra a un rincón abandonado que se llenó de monte
y campanarios viejos y sepulcrados; La luna muda
-sollozando- alumbra al frío rostro de la soledad.