Las flechas que no nombran
surcan la noche, no tocan,
no existen en el silbido
de la muerte.
Como si nunca hubiese visto meteoritos,
la embriaguez de medianoche
carga ausencias.
En la estantería, potes de finísimo
barro hinchan con la primera lluvia,
al sereno, mi oficio de sobreviviente.
En ese espejo tuve cara,
inventé una calle y
pronuncié tu nombre.
La costura abierta,
con más abolladuras
que un lazareto
en cuarentena.
Él, mi antítesis,
reniega las almendras
perfectas de mis ojos,
a dosis de prostíbulo
bebe hasta perder sentido.
Bajo aguacero
siete veces mayor que el cielo
goteo donde tengo el puñal.
Si la rueda gira un cuarto,
la brevísima plantación
que soporta el destierro
se declara insana,
debo devolver la perla rara,
domesticar la criatura maligna,
tenderme en los cables de alta tensión
abandonar el ejercicio
que me transforma en muerta,
chupa hueso inestable,
bomba sin válvula
que desliza.
Para quedar bien con unos y con otros
han formado un paripé horrible,
se ha aparecido un pinto guaposo
con un poema que suelta
como si fuese
un ave de cornamusa.
La poesía no me salva,
la finca repleta de plastas de vaca,
misteriosas como la luna rosada,
es quizás el universo.
La poesía en cubitos de hielo,
por haber amado
más que a las palabras.
Silban las flechas
que no me nombran,
no sé a quién van destinadas
pero revientan mis tímpanos.
del libro \'El centeno que corta el aire\', 2013, Betania
Ofrezco mi pecho lo mismo al bien que al mal.
W.Whitman