Cariño, te juro
que es la primera vez
que me pasa.
De mañana,
esta misma mañana al despertarme.
Esta precisa mañana sentí un crujido
frío y seco —como la canción de la más
grande— a la altura del pecho,
una punzada, un anuncio aciago.
Sentí que un trozo del corazón
se desgajaba del resto como una mandarina,
se dejaba caer contra la garganta.
En ese marasmo extendí el brazo
hacía ti por si estabas; no.
La cama estaba sola, desierta,
solo el oasis de mi existencia, desnutrida,
vacía de contenido y de razón, a la lámpara
mirando para buscar porqués sin encontrarlos.
Me levanté cual si tuviera en la espalda
un fardo de ladrillos y argamasa,
me quedé sentado un rato, antes de girar
y posar el pie izquierdo primero, como siempre.
Me vestí a toda marcha y salí pitando
sin introducir en mi estómago siquiera un mísero
café —yo sin café sí soy persona—, y fui a buscarte
para cerciorarme de que sigues siendo real,
que te he soñado, sí, pero no eres un sueño,
que eso que se me ha partido es producto
de una fisiología equivocada pero no de nosotros,
que sigo colgado de ti como desde que te vi allí,
entre libros y apuntes en la biblioteca de la facultad,
que esto que he soñado —yo que soy acuario y por tanto
intuitivo y un poco brujo— es solo un azar de neuronas.
Al fin di contigo, me dijiste entre sollozos que tuviste
que irte, caminando a ninguna parte, como aquellos ilustres
flaneurs parisinos del decimonono siglo, porque te paso algo.
Qué te pasó, te pregunté con el alma en vilo, y me contestaste
que se te había roto el amor, esta mañana, y que no sabes
como coserlo, que fuiste a una mercería a comprar agujas
e hilo para enhebrar una nueva ilusión pero que no sabías...
Yo me eché a llorar, me callé, y no le conté lo mío
por no echar más leña al fuego.
Hoy seguimos cosidos a una misma cadencia, un quizás.