Mientras le dibujaba círculos en el ombligo
un silente susurro se oyó caer ante mí,
y bien lo atesoré , como el culpable
que no perdió ante el juez su tibia fe
apoyándose en su único testigo.
Traspasamos las pieles hasta acariciar el alma,
hasta ver en los ojos del otro un fulgor genuino.
Éramos Prometeo dando el fuego
del Olimpo a nuestro humano deseo
para verlo ascender al haz del alba.
Dos piezas que encajaron perfectamente en su sitio,
dos aves que emigraron a un mismo cielo furioso,
en donde sin presagio llueve a cántaros,
donde el Sol mira nuestro gran naufragio
a manos de los hilos del destino.
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