Azul, blanco, tímido,
con efluvios de canela;
con la ataraxia propia del alma
despojada del lastre del dolor
y el miedo; las alas del peso justo,
liviano que eleva el helio, lo desplaza,
lo aleja, lo recorre y lo acaricia
con sus dedos de aire limpio, claro,
cristalino, gaseoso.
El vuelo aletargado de la ausencia
desprendida ya de rémoras.
Paraísos, glorias, firmamentos.
Así creía que era. Sin embargo, no,
no lo era. Al tocarlo no era tierno,
transparente, níveo o diáfano.
No se debate entre la paleta azul
nuboso y blanca de un fervoroso
dibujo torpe y aniñado.
Es áspero, tintado, arrogante
y crea un hueco recóndito
y resonante entre las cuerdas vocales
de su voz negra y siniestra.
Se acerca felino, sigiloso, acechando
desde el dintel nogal de una puerta
compartida por todos. No es celeste,
inmaculado, inocente, sagrado,
ni despide aromas de te, jazmín
o canela. Entre las fauces de su violeta
empíreo azufroso, el cielo huele
a la intensa esencia almizclada
de patchouli.