Hoy no quiero saber nada
y a la vez necesito estar en todo:
Llegó la invasión a Ucrania
y desde allá nos alcanza el lodo.
Se desató la jauría de misiles,
pero también la lluvia de comentarios.
Los detalles nos llegan por miles
y todos se creen dueños del abecedario.
No sé si me duele más el temor
de la población escondida en el armario,
o si realmente me quiebra el dolor
de su hasta ayer bombardeado oculto en los diarios.
No hay buenos ni malos. Defensores del imperio,
retrocedan porque no les doy pista:
para conservarlo anuncian el cementerio.
Tampoco pase Rusia, que enfangó el sueño comunista.
Mientras atiendo la Serie Nacional de Béisbol
y la Europa League –El Barcelona está ganando 3 a 1–,
allá lejos hay personas que solo saben de rezos
y no deciden si maldecir o agradecer cada segundo.
Parece lejos, pero está aquí mismo.
Nunca un conflicto me había preocupado tanto,
será porque desde hace meses me acerco al marxismo
o porque este planeta no soporta otro asalto.
¿Tengo derecho a escribir un poema?
Ninguno ¿Y qué me lanza hacia adelante?
El deber de compartir las penas
y de sumar la poesía a la caballería andante.
Pero aún queda una interrogante sin respuesta
¿Por qué solo nos preocupamos de lo que
Estados Unidos y la OTAN traen a la mesa
y olvidamos a los que no tienen voz para gritar su sed?
¿Cuántos mueren cada día por contaminación,
hambre, enfermedades curables, nunca por amor?
Y jamás les regalamos un instante de compasión
a esas sombras sin rostros que alimentan el sol.
Estoy al decir: «Ucrania, aparta de mí este cáliz».
César Vallejo perdonará mi razón.
Ese país dividido en tantos,
padre de tantos hijos, late como el corazón
mundial acuchillado en todos los flancos.