Tanto la añoraba
que día y noche
tocaba en su harpa
las canciones de su amada.
Una tarde de verano,
al amanecer,
se encaminó al parque
de un castillo abandonado
e hizo sonar las cuerdas de su harpa,
sólo para ella
que a lo lejos aguardaba.
Al ritmo de sus dulces melodías
los elfos y gnomos empezaron a bailar,
algunos encantadores, otros torpes y risueños,
giraban todos en una gran danza.
Incluso las tempraneras flores
balanceaban sus corolas al compás.
Extasiadas por la hermosa melodía,
recibían al sol naciente
encendiendo sus pétalos multicolores.
De pronto, los alegres bailarines
se detuvieron
y miraron todos, maravillados,
hacia la flor del alcatraz:
pues a través de sus elegantes cálices
habían comenzado a brillar,
solemnes,
los finos rasgos de la bella amada.