Valentin Von Harnicsh

Melodía

Cuando pasan los años, seas viejo cantar o nuevo tema, hay cosas que se aprende a olvidar y que olvidas olvidar; quizás existan en los paisajes de nuestras letras más cielos verdes que mares rojos y, queriendo nuestro sin querer, saboreamos con sobria simpleza la aburrida ruta de escape de nuestra rutinaria existencia, donde el silencio se mezcla con el arrabal de melodías que brotan de nuestras excitantes y monótonas existencias.

Eso era yo, otra melodía decadente de un bandoneón sin afinar en un café porteño de mala muerte: no tenía sabor y, aunque me creyera la nota de más alto valor y de más fino sonido, solo era otro compás de los que se tocan de ocasión. Fui bailado por chorros, estafadores, amigos del cheque gordo, mangueros y putas; me cantaban los borrachos sin pesos para beber y me amaban las mujeres que no sentían amor y los hombres que perdían la hombría; solía en mis acordes libres buscar quien me hiciera fino entre el callejón de la mala vida y muchos que me engañaron me llamaban obra maestra, maldiciendo a mi silencio mi paica existencia, quizás por que de todo lo malo, sonaba bien, demasiado bien para ser de bajo abolengo.

Como música que soy, ningún sonido olvido y no hay nota que pase por alto, aunque no me parezca ni suene a ella; tal vez por eso sea que nunca olvido los acordes fatales que en teatro donde me tocaban sonaron para presentarme, apuesto que eso fue lo que me hizo comprender que no solo era falto de nota de alcurnia, también allí aprendí, con el dolor del músico que equivoca la nota pasional, que siempre me despreciaron y odiaron aquellos que me alababan en público y siendo ellos fango maloliente de la porqueriza aquella, con su moral tan oscura, me llamaron miseria y tiraron mis partituras al cesto del basurero municipal, a olvidarme y podrirme, a que nadie jamás volviera a escuchar el humilde y sentido poema que mis notas albergaron en sus días de juerga y placer, donde \"Rey del compás\" llamaron a mis acordes.

Las canciones a nadie extrañan, a nadie suplican su memoria, a nadie pide que se les de vida y se eleven por encima del espíritu de los hombres, pero no saben cuanto ofrecí y mendigué por que siquiera alguno de los ingratos o las desvergonzadas me devolvieran la vida en un silbido o con su mero recuerdo de que mi partitura existía; pero mis propios acordes empezaron a mojarse y diluirse con las aguas y la basura, y mi papel y mi tinta se corrían, tanto así que ni yo mismo me acordaba como sonaba; solo recuerdo, por que nunca olvido lo que las bocas entonan, como me daban por muerto y las paicas y los calaveras que eran mis aduladores se alegraban de mi fin y mi maldita mala suerte, se alegraban que esos acordes malnacidos hubieran vuelto a su origen: la misma nada en la cárcel de una mera idea y allí mismo, el poco amarillento color que quedaban de mis tonadas, se esfumó tornando mi ser un simple y desmemoriado recuerdo del mundo de las sombras.

Siendo música, te llega la hora de resignarte y dejarte morir en la polvorienta covacha de una humilde casa o en el buzón de los desechos, donde todo lo eliminado va a parar; hasta que los milagros, esas cosas que existen por divina conjugación de la casualidad y la esperanza que hacen parir la fe restante, hacen renacer mundos nuevos sobre la tierra arrasada por la miseria. Sentí en mi agonía y deseo profundo de morir aquel silbido, aquel bendito silbido que daba apertura a mi gloriosa entrada en la bailanta de la animada bacanal, pero este tono era muy distinto a lo que mi acostumbrado ritmo dictaba: sonaba algo tan dulce, tan sublime, algo fuera de los instrumentos mortales, pero solo comparable al alegre estribillo que las agradecidas avecillas entonan con alegría al Supremo Creador, un tono que solo podía salir de una boca que también posee una partitura... sentimental. De inmediato sentí como salía de ese oscuro y fétido pozo de horrores, sepultura de los mortales olvidados, y dejé de ser una simple guía de orquesta para nota a nota ser hombre encarnado, ser y existir como aquello que nunca pensé que alguien quisiera hallar y entonar, como traído por el pincel del artista a la plena viveza de la obra... me hice mortal entre las canciones, y canción de resurrección entre los difuntos que regresan del sepulcro a sentir: ese silbido me dio el aliento de vivir.

Ya vivo, me hallaba desnudo, aún resonando el silbido que trajo del hades mi inmortal resonar y le vi, ¡Le vi! Por primera vez, me hallé siendo alguien, sin vanidades, sin acordes ni historia a quien me cantó: allí estaba silente, expectante, intrigada, buscando sin buscar y caminando por caminar, hallando notas nuevas para dar sentido a lo que no lo posee... Allí estaba mi creadora, allí estaba el milagro que no se pide y el recuerdo que se vuelve vivencia solo por quien realmente ama la música y le da esencia y forma. Solamente pude pedirle, sin saber siquiera que esta más allá de la frontera entre el atrevimiento y el temor que me enseñara a darle vida y sabor a el ritmo vivo que yo me había convertido, ella sonrió y me dio color con la más bella sinfonía, la más alta nota de la creación de la Divina Providencia: sus ojos brillaron y su boca solo se acercó a mi boca, por primera vez sentí aquello que cantaba, por primera vez sentí que amor no era una triste palabra de algún tango lunfardo si no que eso era más que la hazaña de un malevo... Era todo lo que da orden al poema y luz a las tinieblas.

Ella me vistió, me arropó con su propio ser y yo decidí ser más que música: decidí componer una obra más grande que mi mismo existir y pregonar. Y entonces, tomé mis notas, aquellas que me quedaban en el corazón y con el nectáreo azúcar que me prodigó para volver a ser, compuse y seguiré componiendo la obra que hará para siempre nota en lo que reste de mi melodía, decidí hacer de su vida y su nombre dicha composición, aún me faltan años para que sea completa y perfecta, pero es la historia que va más allá del sentir el calor y el deseo, es la historia de un amor como no habrá otro igual, es la crónica de un triste tango y alguien que le silbó y se hicieron uno entre la tierra que obliga y los vientos que libres son; es el principio y final de lo que es, y de lo que siempre será.

Cuando pasan los años, seas viejo cantar o nuevo tema, hay cosas que se aprende a olvidar y que olvidas olvidar; quizás existan en los paisajes de nuestras letras más notas bajas que dulces composiciones y, queriendo nuestro sin querer, saboreamos con sobria simpleza la aburrida ruta de escape de nuestra rutinaria existencia, donde el silencio se mezcla con el arrabal de melodías que brotan de nuestras excitantes y monótonas existencias y, donde aquellos que dejamos de ser partituras para ser más que una canción, siempre seremos compositores de quien silbe nuestras notas con silente pero esperanzada curiosidad, con quien el amor sea más que una palabra de un cuento de romances o una canción de tristes o melodiosas notas y de vida y sentido a nuestro cantar.