Cada ser
es una sombra
de lo que es.
—parafraseando a Píndaro.
Día nublado —no nuboso.
Los edificios del fondo
se recortan contra la tristeza.
La ausencia de luz da al paisaje
una presencia tenebrosa,
los pájaros vagan golpeando
sus afanes contra el cristal del cielo,
un cielo ausente de su azul,
de un gris de acero, plomo
que pronto irá a oro —espero.
El viento se agazapa
detrás de la inclemencia, no sale.
Los árboles preguntan, quietos.
Sus copas, frondosas de piñones
y preguntas, esperan el zarandeo
acostumbrado de un aire que es quietud,
muerte transitoria, como lo es un sueño.
Píndaro, con su larga barba blanca,
viene a visitarme hoy cruzando
la insalvable distancia de la Historia
para contarme unas cosas, al oído.
El día se ofrece propicio a ello, a juego
con el gris de su pelambre barbil
y con el solo barrunto que su gloriosa Grecia
dibuja sobre la mente del pensador.
Me mandó un guasa para decirme
que tiene que hacerme varias puntualizaciones,
glosas que tienen que ver con el epígrafe
arrojado en lo alto del escrito, con el atrevimiento
acostumbrado con que obsequio a los clásicos
—una suerte de irrespeto—, y que me va a llamar
a capítulo sumario. Yo, aquí, sigo esperando
a que llame al timbre, despliegue el largor
de su barba blanca y despiece el sermón
para alimento de mi maleta, ya cargada de libros
que hablan de Grecia y los griegos, aquellos tiempos...
Sigo esperando... A lo lejos parece que llega,
arrastrando los coturnos y atando su pantalón
con un cordel de cáñamo —como mi abuelo Lázaro.