Cierro los ojos
para ver más claros
los venerados fantasmas
que habitan la casa,
para escuchar los
tenues susurros
de las voces ausentes;
para improvisar el
milagro del verso,
para hurgar su presencia en
una insondable palabra
o en un agobiado grito
que conjure a la muerte
y al olvido que
-finalmente-
son uno y lo mismo.