Si las ingles se te hinchan echas mano de un esclavo
—o una esclava—. En las tabernas corría el vino especiado
y la cerveza caliente, las polentas y el gárum abundoso
rociando carnes y pescados. En el reposo del alimento
se tercian las termas, con sus salas de depilación, donde
los esclavos eran negociados.
—Horacio.
Marcelo, que así se decía llamar el autor de los hechos, frecuentaba
esa taberna que las autoridades tachaban de indigna. Una estancia
donde el pueblo llano vaciaba sus angustias masticando carne
y atizando más de un deseo íntimo, sobre todo cuando el espíritu
de los vinos —que por cierto guardaban una calidad inaudita
si atendemos el precio— subía a las azoteas de la sinrazón.
Marcelo arrastraba una vida no sin complicaciones; su madre tísica
desde hacía lustros no levantaba cabeza, su padre —qué decir
de su padre...— bebedor y borracho avezado y curtido, con una mala
salud de hierro, y que descargaba sobre el lomo de su hijo sus desvelos,
sus frustraciones más arraigadas, las cuales no daban tregua ni tampoco
su dueño hacía por zafarse de ellas —todo sea dicho.
Marcelo —siguiendo el hilo de la trama— no disfrutaba ese día de un sol
interno que le alejara de fantasmas, y en eso fue a sentarse al lado de Lara,
una patricia que díscola y curiosa se atrevió a trasvasar las fronteras
del inframundo y conocer cómo el vulgo pasaba sus horas muertas.
Lara tuvo que ir discreta de vestidos para no delatar su condición noble.
Se enfundó de una especie de saya de lana borra, de color marrón oscuro,
con un tocado sencillo, rizado, castaño tirando a rubio, unos ojos luneros,
soñadores y repletos de una candidez que lo hacían blancos al deseo.
Aunque hacía por apartar la vista, Lara miró al pormenor la apariencia
de Marcelo, de túnica austera no coloreada, de pelo moreno recio
y de aspecto saludable, y la retiró al instante para retener para sí
la grata impresión grabada en su sentir, no fuera que se diera cuenta.
Tras la publicidad seguimos con la novela...