EL MURO
Aquella tarde inaugural, definitiva o casi, contempló
golosamente la alta pared de las afueras,
y al muchacho se le hizo de noche
contemplando, y también como un nudo en la garganta.
Aquella calle tenía o tiene todavía
solamente una acera,
y un sola fila de casas
que alternaban con naves, con corrales,
con cocheras, y que solo un farol iluminaba en parte.
Había llegado a un punto en el que,
de pie frente al misterio de aquel muro, de aquella pared
monótona y sin brillo, coloreada apenas
por la luz de una bombilla,
sin nada a destacar, tan sin ventanas,
inmóvil, soñador, el joven provinciano
pensó en no volver a casa,
a la vida de antes, a los juegos deportivos y de mesa
en familia,
a los paseos por el campo o por el muelle,
a las aglomeraciones de vecinos en las calles.
Se fijaba en la pared, en un punto solo,
la ataraxia por fin, porque allí creyó encontrar
la consistencia de las cosas más humildes
y livianas.
seguro de notar al fin un cambio brusco,
algo así como un salto fabuloso en la conciencia,
para poder recomenzar así
desde el principio.
Luego, vino el momento en que se hizo
noche plena y, luego, llegó la madrugada,
y un rayo de sol rozó la brizna verde
que emergía entre dos losas.
Y el soplo de la brisa
se desplegó notable en un momento,
y fue preciso, sin obstáculos, doblando las esquinas,
como un susurro que barriera
las afueras del barrio con dulzura.
Gaspar Jover Polo