Fátima Aranda

Tragaluces

Mi casa tiene una luz amarilla, melancólica, ocre, otoñal, caduca.

La examino desde fuera y me pregunto

cómo serán las gentes que viven detrás de esas cristaleras.

Imagino que desactivan la alarma cada mañana

y se levantan envueltos en el sopor plomizo del sueño y la rutina.

Silba el café insurgente, avisando desde el torrente vívido de la cocina,

y entre cacharros corre el grifo que arrastra a su paso el jabón y las prisas.

 

Los imagino desde la puerta y pienso en cómo serán;

si saldrán de casa cada día entre los parabienes de recuerdos cotidianos

y cerrarán preparados para enfrentarse con lo externo,

lo incierto y desconocido, lo de fuera;

si la luz amarilla se esconderá a la espera de que la actividad llene de nuevo

la mesa del comedor, los espejos del baño, la escalera.

 

Subo en el ascensor, abro afanosa

y me inmiscuyo en la vida de esta gente que me saluda,

me conoce, me sumerge en sus historias, me renueva.

Dejo las llaves junto a la lámpara de luz amarilla,

me quito los zapatos y enciendo la alarma roja, que parpadea paciente

aguardando agazapada entre las ácidas luces del neón decadente.

 

Miro por la ventana y me veo entrando en el portal con prisa,

cansada, huyendo de la nómada otredad de fuera,

embutiéndome en una piel desnuda, sin aditivos,

que me abraza cargándome de una radiante savia vital.

 

Mi casa tiene una luz amarilla y a su sombra se funden mis otras

que también soy yo, quedando el principio, el origen, la primigenia.

Fuera quedan otras luces amarillas, en otros cristales

de las terrazas de otras casas,

y otras calles llenas de miles de ojos absortos que las observan.