Anoche repasé mi tiempo
y concluí que aún existo.
Revolví hojas pobladas de frases,
cientos de hojas.
Miles de signos caídos sobre ellas.
Los miré de izquierda a derecha
y de derecha a izquierda
y no me encontré en ese lenguaje.
¿Cómo decir entonces que existo aún
si no revelé allí mi cuerpo,
ni mis palabras
ni mis gestos?
en ninguna,
dudando de la coherencia de lo escrito.
Solo oía un murmullo leve
sin saber de dónde brotaba,
un sordo canto difícil de reconocer como voz,
pero intuyendo que él me hablaba,
me decía de mis días,
de mis penas largas y cortas alegrías.
De tantas hojas en blanco
invadidas por mis frases.
Corrompiendo a veces,
las más su blancura,
su forma de nido
del cual escapaban
las letras como pájaros,
en un intento de decires en el aire.
Volando.
Tratando de descubrir en ese vuelo
la existencia plena
Mientras ese sordo rumor en mis oídos
me decía que sí que aún existía.
A pesar de tanta confusión y poca maestría.
Resta entonces porfiar por mi inocencia,
por tanto clamor innecesario,
por tantas inútiles estrofas,
por el poco oficio impune y mal habido.
Pero creo saber lo necesario ya:
la prudencia que deba dominar mis últimos pasos,
el cuidado de mis actos,
la levedad necesaria de mis movimientos,
el juicio paciente y a tiempo.
Desoír voces destempladas o huecas
y tratar de no emitir yo ninguna.
Saber lo importante del equilibrio
y preferir la razón del otro.
Velar entonces por atender aquellas voces
que antes desconocía
rescatándolas ahora pues aun existo.
Al final de mi tiempo,
y con mis justos límites.
Reivindico al fin que lo escrito fue sólo para mí.
Entonces si por mí y por ello
aún existo.