Lourdes Aguilar

FRÍO

Mis dedos recorren las teclas del piano, oigo las notas ensimismado, cada una diferente, una tras otra, constantes, como lágrimas de cristal que cayeran de una lluvia, a veces copiosa, otras lentas, pero incesantes, cada una atrae otra más, sin disminuir los nubarrones, sin diluviar y sin morir ahogado entre tanta lágrima rota.  

Me gusta oírlo, me hipnotiza, me encapsula en su ininterrumpido torrente de notas que mis dedos febriles arrancan y crean, en un instante, un limbo que me libera del frío. 

Antes, el piano solo era un pasatiempo ocasional y debdo a eso siempre estaba bien guardado y era necesario desempolvarlo cada vez que se me antojaba acariciar las teclas, pero ya no, ahora es lo único de la casa que permanece libre de polvo debido a su constante uso, es el único placebo que alivia ese intenso frío que me cala cuando estoy desempeñando mis labores insulsas, cuando estoy rodeado de gente y cometen la imprudencia de darme consejos. ¡Estúpidos!, son demasiado mundanos, sólo hablan de médicos o curanderos, ellos no saben, no entienden... 

Empecé a sentir frío, un frío extraño que recorre mi espalda como si fuera un ciempiés que se cebara absorbiendo mi temperatura y me cala mientras manipulo las herramientas de trabajo, en el asiento del autobús, al cruzar la calle, al llevarme la cuchara a la boca, siento sus extremidades como púas e imagino sus ojos rojos como la sangre, sus mandíbulas listas para aferrarse a mis huesos si intento desprenderlo. 

En mi limbo no hay frío, no veo el polvo de los muebles, ni me distraen las pantallas apagadas, se me olvida la voz de las personas, su fisonomía, su ubicación y papel en el teatro de mi vida, no hay murmullos, no hay pasado ni presente. 

Empecé a sentir frío, no sé desde cuándo pero sí cómo ¡Estúpidos! Fue al recibir la llamada de tu hermana, la que siempre me ignoraba, y de entrada supe que sería desagradable oírla; conforme hilvanaba sus palabras, una a una, los miembros del ciempiés brotaban, me urgía a acompañarla, los ojos del ciempiés se encendían, y al llegar, nos pidieron reconocerte. Sobre la mesa, una sábana cubría un cuerpo y tu hermana se aferraba a mi brazo mientras el ciempiés trepaba, imposible de detener. 

 Pero lo que me mostraron era un despojo ensangrentado ¡estúpidos!, aquello no eras tú, se los grité, aquello no guardaba ninguna relación contigo, ¿dónde estabas? Me miraron unos con pena, tu hermana, hacía poco al borde del desmayo reaccionó desconcertada, llamaron a alguien más y me sacaron de allí ¡Estúpidos! El ciempiés se removía a su gusto penetrando todos mis órganos y sólo podía gritar que tú no estabas en una morgue, que tú seguías hermosa y alegre, que irradiabas vida y no cambiarías nunca. 

Luego se empeñaron en velar eso que les entregaron, en arreglarlo y vestirlo, ¿para qué? Compraron una ataúd de madera barnizada, compraron flores, velas, todos rodeando un esqueleto con carne remendado, un sacerdote le dedicó una misa, no me acuerdo que dijo, todos dándome pésame, qué asco, me arrepiento de haber participado en ese espectáculo, pero no duré mucho, el frío me invadía, y la cháchara de tus parientes y los míos hablando con encono de la denuncia que habían presentado, de crimen y justicia, de no sé qué planes truncados y pestes contra el país y su inseguridad mientras bebían chocolate con pan, no lo soporté y salí de la sala dando un porrazo ¡Estúpidos! Tú no hablas de esas cosas, tú eres incapaz de incubar rencor, eres incapaz de juzgar al país donde creciste, lo amas por encima de sus males, como a la casa grande donde se sufre y ama, pero nunca deja de albergar, amas su historia y sabes encontrar su belleza, para ti la perversidad humana es una consecuencia bautizada con diversos nombres, accidentes a los que todos estamos expuestos.  

¿Verdad, amor, que no me equivoqué? ¿Verdad que tú no vives en ese estado de paranoia y estás más allá de los prejuicios? ¿Por qué eres tan esquiva ahora? Siguen las huellas de tus dedos en las sábanas, pero no me bastan, amor para entibiarme, siguen tus pasos junto a los míos, pero al voltearme los encuentro vacíos, tu voz de cenzontle se escurre entre esa cascada de notas y no sé de dónde proviene. No logro atrapar tu silueta transparente que se pasea en el jardín, que se asoma a las ventanas y que dicen solo yo veo, ese frío, siempre el frío el ciempiés que se ha adueñado de mi cuerpo convulso, pero tú no te preocupes, sigamos en comunión frente al piano, tú eres como esas lágrimas de cristal, una a una, instantes compartidos, instantes por compartir, como cuando lo juramos hace tiempo, ¡estúpidos! ¿es tan difícil que lo entiendan? Tú y yo somos... tú y yo por siempre, tú y yo existíamos desde antes, desde que un rayo iluminó el caos, desde que se separaron las aguas y surgió la tierra, desde que un aliento no bendijo con un solo nombre y ahora ¡estúpidos! Dicen que ese aliento se te ha cortado, ¡imposible! Si yo lo siento a cada instante, a pesar del frío, de las patas del maldito ciempiés que me punzan por todos los órganos de mi cuerpo, solo que el tuyo ahora es más ligero, como ese tu cuerpo luminoso que tan solo alcanzo a bosquejar, como tu voz... como si tu voz se hubiera despojado de sus disfraces de cenzontle, de paloma y de gaviota y fuese más nítida y dulce, como la de los mismos ángeles. 

¿verdad, amor, que tengo razón? ¿verdad que estás en mi limbo frente al piano y me darás tu mano...? ¿tu mano...? ¿Acaso es la que me guía y por eso nunca dejo de tocar? Sí, seguramente me sostendrá cuando el cansancio me derrumbe y esté a merced del maldito ciempiés y me muerda, paralizando todos mis músculos, seguramente lo apartarás de mi como se aparta una mota de polvo, me darás un largo beso, me levantarás sin esfuerzo y nos iremos a recorrer nuestra historia antes de inventar una más, y cuando caminemos por esa senda podrá gritarles a todos: ¡estúpidos! ¿lo ven? ¡yo tenía razón! ¡ella no ha cambiado! 

Pero, ¡ay, amor!, ¡cómo tardas!