TERNURA DE LA MUERTE
Por voluntad nadie entra ya a los ataúdes
a no ser que venga Ella a convencernos
-amable, como esas tías lejanas del sur-
de morir.
Su arrullo puede oírse desde lejos,
aun cuando el almacenero se haga el tonto:
sobre la romana sucia de polvo
pone unos tomates, unas lechugas
y el blando zapallo cortado en luna de ¼.
Así, luego de pronunciarse con su voz imperceptible,
pasa a confundirse con el canto
de las innumerables bestias,
de las infaustas apariciones.
Ella pasa y apunta en los tálamos
la mancha creciente de la agonía (o de la salud)
y de acuerdo a ello,
va cortando los hilos majestuosos
de la vida,
ahogando con una almohada suave
a este niño moribundo,
recogiendo en el jardín los ojos cansados
de los viejos árboles humanos…
¿Por qué no hay una canción para morirse
en tus brazos, madre Muerte?
Madre tierna, de negras trenzas que suben
y bajan de los ojos.
Tierna como eres, sin embargo,
yo te alejo y dejo al doctor introducirme
todo purgante existente,
píldoras contra la malaria
y el elixir recientemente inventado
de la juventud.
Allá tú si vienes en forma de tijera
o de puñal
o de anemia
o de cáncer…
¿Qué puedo hacer yo para evitarlo?
Y tú, sentadita en tu rincón,
despreciada siempre,
después de todo lo que haces, madre Muerte.
Tierna como eres,
dudo que de aparecerte en el salón
tuviéramos una palabra de júbilo
como hacemos cuando llega la vida
o la esperanza
o la fortuna
y se pasean casi desnudas
con sus pechos abultados de mieles.
Pese a que cojeas y eres anciana
y llevas la pelvis cosida con alambre,
nadie dice: ¡Mirad a aquella!
Por el contrario, el silencio se duplica.
Te hacen invisible.
¡No te vieron!
¡Nada quieren tener contigo nunca jamás!
Pasas a ser la “Muerte”,
la arpía bruja de los cuentos,
la peste.
Y entonces,
un mendigo en una banca del parque
(yo estaba ahí ¿recuerdas?
También te esperaba.
También quería tener algo contigo).
Te acercaste en puntillas para no espantarle.
Siempre tú, exacta a la que eres:
no lo embestiste como hembra de león
o como derrumbe de piedras
o como el mar que ahoga
y abisma todo a su escondite de percebes.
No, una a una sacaste las hojas que le cubrían,
le inspeccionaste los pies (fríos como el frío
sin epítetos),
le auscultaste el corazón,
un beso en la frente y esa canción...
esa canción salió de tus labios.
A la mañana siguiente,
la vida ya estaba ahí
removiendo el cadáver con un palo.
Como este no diera señas de nada,
como no sonrió al verla
o dio un grito quejumbroso de recién nacido,
siguió adelante, siempre adelante,
ocupada, imparable,
arreglando las flores del parque.