ESCUELA DE URBANIDAD
De muy chiquitos nos enseñaron
a dibujar barrotes.
Cuando un señor nos regalaba un dulce
decíamos \"gracias\".
Aprendimos a no pelear con otros chicos,
a decir siempre la verdad,
a no opinar cuando los grandes,
con sus recientes y adquiridos
destellos de autoridad,
hablaban.
Todo debía ser tomado
de manera concienzuda y seria:
acostarse a las ocho,
hacer las tareas,
orinar con puntería,
saludar a la bandera,
no tocarse el pitulín
(o tocárselo a otro),
taparnos los ojitos
en la escena de las piernas,
respetar a Cristo,
beber en aguas mansas,
no jugar con enchufes,
no tocar las arañas,
saber compartir, saber perder,
saber lo que sea
con tal de saber.
Y usted me dice que soy un inadaptado,
un caso clínico de incivilidad,
¡un indecente!
Todo porque una flatulencia mía
le autoriza para hablar de respeto
como si usted lo hubiera inventado
y puesto en práctica
desde el comienzo de los tiempos.
Cree que, porque uso el cabello al viento,
los bigotes ralos, en la mano una copa,
en la otra un cigarro, la camisa abierta,
el andar agachado, una pajita en la boca,
tengo olor a caballo,
usted, usted, usted
¡hijo de la gran siete!
puede venir a decirme:
\"¡Qué horrible!
¡Qué esperpento!
¡Qué vulgar!\"
A mí, a mí, a mí
que estudié tantos años
urbanidad.
(Al oído) Oiga, no se preocupe...
Soy otro poeta del espanto.
Un mote que me puse
como el gran Parra antipoeta
(y otros tantos)
para asustar, cacarear
y propinar golpes bajos.
Hágase el favor, entonces,
de no tomarme en serio.