Amaina el calor, y también amaina
cierta tormenta pasajera que amenazó
a estos campos, brindando su sombra
y algunas gotas.
Luego de la noche surge un día de paz,
fresco y meditativo, en el cual
algunos vínculos resurgen y otros
son repasados, vislumbrando
que no eran tan malos.
Los gatos se saludan y descansan
a centímetros de distancia, aun así
no dejan de vigilarse por lo bajo.
Por lo menos se mantienen juntos,
se persiguen las colas, enamorados,
pero el zarpazo está a la orden del día,
por lo menos comparten
el agua y la comida.
Los vocabularios se convierten
en salsas nutritivas
que alimentan el bienestar
y calientan el cuerpo,
la sensación de sencillez
fluye como jugo de varios gustos
a travez de una garganta
sedienta de deseo.
El aire se corta, bondadoso,
por una voz y una música
tan contenedora, tanto,
que hace sentir a los presentes
como superiores arcángeles
vistiendo una túnica de cariño
lavada en aguas sagradas.
La negrura ya no existe,
los segundos se cuelan en rayos de sol
y el ambiente se amamanta de una quietud
como pocas veces.
La ventana se abre, dispar,
y deja entrar por fin
esa luz tibia y comprensiva
que convierte pesadillas
en suaves descansares.
El sentir lacrimógeno desaparece
y por cada poro
respira ese amor propio
que me enternece
conmigo mismo.
Espero,
quien escuche estas palabras,
soy vértigo y quietud en uno solo,
puedo llevar y traer devuelta
a lugares como cielos.
Observo la alternativa,
que dice, la luz se apagará,
pero no me inmuto,
disfruto el momento
y surfeo los rayos que iluminan.
Quiza desfallezca, pero
resurgiré,
como lo hice hoy.