Salva Sosof

Mujeres

MUJERES

Ellas son pedazo de cielo,

regadas por el Divino en la tierra.

Todas son princesas y ninguna

es mejor o más que otra.

 

Ellas no  vienen al mundo para servir al hombre

ni para que el hombre se sirva de ellas.

Ellas valen por lo que son

y no por lo que pueden dar o hacer.

 

Por eso, todo hombre que a la mujer

cause daño, no merece ser llamado hombre.

Hombre es solamente aquél que cuida a la mujer,

aquél que le da espacio a la mujer,

aquél que sólo habla bien de la mujer,

aquél que arriesga todo por amar a una mujer.

 

De hecho, sin las mujeres,

¿de qué me sirve el corazón?

Sin las mujeres, ¿para qué mis suspiros?

 

Son las mujeres en el jardín de nuestra vida

las flores más bellas que Dios ha sembrado.

Diariamente hay que regarlas con el agua

de nuestro cariño, amor, aprecio y respeto.

Cada amanecer debemos despertarlas

con el tierno rocío de nuestros besos.

 

Cada noche, de rodillas, por ellas

al Omnipotente debemos agradecer

porque nos las ha dado

para solamente amarlas y ser así felices.

 

A las mujeres se las ama una vez y para siempre.

A las mujeres hay que amarlas con el corazón entero

y no por pedazos.

Hay que quererlas con toda el alma sincera

y no por sentimientos pasajeros y falsos.

 

Cuatro son los momentos

en los que hay que amar a las mujeres:

en verano, en primavera, en otoño y en invierno.

 

¡Oh mujeres! Orquídeas de mi Patria.

Por ustedes, muchas veces no duermo.

Doy vueltas tras vueltas en mi lecho

sin lograr quitarles alas a mis pensamientos

que vuelan sin descanso hacia vosotras.

 

Y si a veces logro conciliar mi sueño,

mis últimas palabras son:

¡Padre que estás en los cielos!,

bendícelas donde quiera que estén;

aleja de ellas besos de hipócritas,

que en su camino no tropiecen

con falsos cariños y abrazos vacíos.

 

Sí, mujeres, ¡musas de mi nación!

Son ustedes capaces de resucitar

corazones heridos y sentimientos destrozados.

Por eso, yo las quiero con el pecho entero y a cada una.

 

Si de mi pecho pudiera este corazón mío arrancar,

os lo daría sin reservas y se convenzan de una vez por todas

que yo amo, incluso, hasta después de la muerte.

 

Sí, mujeres. Ustedes son nuestra inspiración.

Por culpa vuestra,  a veces, cuales tontos,

fabricamos castillos en el aire y cimientos sobre arena.

 

¡Mujeres! Encantos de la vida.

Siempre me han vencido vuestras sonrisas.

Son vuestras miradas y vuestros ojos,

pócimas que nos arrebatan a lo divino.

 

¡Oh, vuestros labios rojos y frescos!

Son manzanas de Navidad que vencen toda resistencia.

¿Qué no decir de sus mejillas rosadas?

Son tiernas y sonrientes granadas

que sólo merecen besos delicados del alma.

 

¿Y de sus caricias? Sobra qué expresar.

Con ellas nos trasladan al tercer cielo

y con las mismas convierten nuestros infiernos

en paraísos y edenes posibles.

 

¡Mujeres, mujeres de mi vida!

Mucho es lo que tengo que decir de ustedes,

pero, incluso, creyendo haberlo dicho todo,

al final habré dicho casi nada,

porque sois de verdad: ¡un misterio!

 

Por eso, cuando se sientan muy solas,

cuando no hay quien las escuche ya,

cuando crean que todo acabó,

cuando crean que ya no pueden,

pongan sus manos en su sien y acuérdense de mí,

entonces, sabrán que no están solas,

hay alguien que siempre ha creído en ustedes,

hay alguien que las espera y las piensa: ese soy YO.