¡Oh, mi dulce reina de los encantamientos!
Como la misma Venus nacida de la espuma del mar,
criatura celestial, noble de cuna noble,
tú que moras cercana a la casa de la diosa,
loada seas por siempre, tú, cual Castalia,
ninfa de la Fócida, a quien Apolo mudó en fuente
consagrada a las musas, acógenos en tu seno
como desheredados de la diosa Fortuna, como a tus criaturas,
ya vencidas por los terribles embates del destino,
y líbranos de estas ignotas tempestades que nos acechan.
Tú que riges nuestra caduca existencia, haznos merecedores
de tus dones y de tu gracia, haznos deudores de tu dogma,
fieles compromisarios de tu espléndido atavío.
Tú que eres el más sabroso fruto, la más aromática flor
que Gea pudiera hacer germinar, cólmanos de tu presencia y amparo.
¡Oh, mi primorosa Reina de los encantamientos!
Náyade de ríos, torrenteras y fuentes,
Talía de las nereidas, bacante del canto y la música,
Terpsícore del baile y la danza,
Isis ensambladora de cuerpos y almas,
Juno, dueña y señora de su propio cielo,
a ti clamamos y de ti esperamos, rosa de los vientos,
y elevamos nuestras plegarias como un ora pro nobis,
porque como mortales hechos del barro y del aliento
de los dioses, solícitos venimos a ti ante este ofuscado
viento que nos aleja de nuestro destino, para que nos exoneres
de estos ominosos auspicios que sobre nosotros se ciernen.
Pon proa, con vientos favorables, a nuestro navío hasta el lugar
donde moran los espíritus de nuestros antepasados,
hogar también de nuestros deudos, aguanta el timón y las velas,
y para ti escanciaremos los mejores vinos
que por nuestras manos podamos cosechar.
Sé tú nuestro numen, nuestra musa y llena de luz
nuestros apagados ojos y como libación te ofreceremos
la sangre de nuestra venas y el latido que alberga nuestro pecho.
Deposita en nosotros tu eterno amor y, como una devota
y sumisa sierpe, yaceremos a tus pies hasta el fin del tiempo de los hombres.